<p>En la madrugada del 30 de septiembre de 1938, en una de las <i>suites</i> del hotel Regina Palace de Múnich, el primer ministro británico Neville Chamberlain guardó en su bolsillo, con sumo cuidado, el documento que acababa de firmar con una pluma estilográfica prestada por un asistente de la delegación alemana. Adolf Hitler, en cambio, <strong>dejó su copia sobre la mesa, sin ni siquiera mirarla.</strong></p>
La reunión auspiciada por Trump ya rehabilita a Putin haga lo que haga. El reparto de Ucrania se plantea igual que la entrega de los Sudetes a Hitler
En la madrugada del 30 de septiembre de 1938, en una de las suites del hotel Regina Palace de Múnich, el primer ministro británico Neville Chamberlain guardó en su bolsillo, con sumo cuidado, el documento que acababa de firmar con una pluma estilográfica prestada por un asistente de la delegación alemana. Adolf Hitler, en cambio, dejó su copia sobre la mesa, sin ni siquiera mirarla.
Cuando ambos se despidieron minutos después, ya con el traductor alemán medio dormido, Chamberlain le dijo al dictador alemán que esperaba que ese papel fuera «el comienzo de una nueva era» entre ambas naciones. Hitler, con una media sonrisa, respondió: «La gente olvidará esto pronto». El primer ministro británico, a su llegada horas después al Heston Aerodrome de Londres, agitó el papel que se había guardado ante la prensa diciendo: «Esta es la paz de nuestro tiempo».
Lo que Chamberlain entendió por «la paz de nuestro tiempo» era la vergonzosa entrega de la región checoslovaca de los Sudetes a la Alemania nazi después de que ésta ya hubieran anexionado Renania, Austria y el Sarre. Durante todas las negociaciones, el primer ministro checoslovaco, Milan Hoda, y su embajador ni siquiera fueron invitados a la mesa en la que se decidía el destino de su país y se les mantuvo en una sala aparte. Hoda describió luego esa espera: «Fue la noche más amarga de mi vida».
Las razones de Alemania para anexionarse los Sudetes tenían que ver con la comunidad germanoparlante que vivía allí, que, según aseguraba el führer alemán, estaban perseguidos. Pocos meses después, en marzo de 1939, Hitler decidió invadir el resto del país, algo que se había comprometido a no hacer bajo ningún concepto. En septiembre se repartió Polonia con los soviéticos y provocó la Segunda Guerra Mundial, el mayor conflicto armado de la historia del ser humano.
La estrategia de Chamberlain pasaba por tratar de apaciguar a Hitler para evitar un conflicto regalándole esos territorios con la esperanza de que se diera por satisfecho. Pero el régimen criminal de Hitler no sólo no se detuvo, sino que la debilidad de las potencias occidentales lo envalentonó lo suficiente para llevar a cabo su invasión a gran escala de toda Europa. Winston Churchill, que aún no sabía cuál sería su papel en aquel trance, definió así a Chamberlain y su Gobierno en el pacto de Múnich: «Se les dio a elegir entre la guerra y el deshonor. Eligieron el deshonor y ahora tendrán la guerra«.
Múnich es hoy el referente histórico más tangible de la reunión de Alaska: un cónclave entre Donald Trump y el causante de la invasión de Ucrania, Vladimir Putin, sin que el presidente del país invadido y máximo interesado en que la guerra termine, Volodimir Zelenski, pudiera decir nada en la propia reunión. El presidente de Ucrania tuvo que esperar el resultado en su despacho en Kiev, igual que el primer ministro checoslovaco, marginado en una habitación de la Reichskanzlei.
En el encuentro a puerta cerrada, que acabó sin acuerdo, se hablaría del «intercambio de territorios», como lo llama Donald Trump, además de sobre una paulatina vuelta de Rusia al comercio internacional de hidrocarburos conforme caigan las sanciones en su contra y haya reenganche de todos los bandos rusos al sistema financiero mundial.
Trump busca una paz rápida, tal vez pensando en el premio Nobel al que se ha referido varias veces, pero ese movimiento puede dejar plantada la semilla de la próxima guerra, al premiar al agresor, que logra no sólo legitimidad internacional, al igual que la obtuvo Hitler en 1938, sino que gana un tiempo precioso para fortalecer su posición.
Se trata de una auténtica victoria para Putin incluso sin haber ganado la guerra sobre el terreno, donde ha empujado las fronteras pero no ha cumplido ni su objetivo más ambicioso de 2022 (la toma de Kiev, rusificación de Ucrania y la sustitución de Zelenski por un títere a su servicio) ni su objetivo secundario: la ocupación de todo el Donbás.
Antes de celebrarse el encuentro, Putin ya resultó rehabilitado por la Administración Trump, a pesar de la acusación de la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra en Ucrania. Su negociador de cabecera, el empresario Steve Witkoff, se ha permitido intercambiar regiones en el Kremlin como el que se canjea los cromos que le sobran de un país que no es el suyo y que no he ha otorgado ningún mandato para ello. «Habrá intercambio de tierras. Lo sé por Rusia y por conversaciones con todos. Por el bien de Ucrania. Cosas buenas, no malas. También algunas malas para ambos», dijo Trump el pasado lunes.
La tragedia para Ucrania es que el intercambio de tierras no es tal, porque ambas, tanto las que se supone que cederá Moscú como las que entregaría Kiev, son ucranianas y reconocidas así por Rusia en el memorando de Budapest de 1994, donde el Kremlin aceptó la independencia de su vecino y sus fronteras, incluyendo Crimea, a cambio de que Kiev entregara sus armas nucleares.
Igual que Hitler en Múnich, donde el resto de potencias tenían que fiarse de su palabra y de su firma, Vladimir Putin ya ha dejado claro que no contempla ningún tipo de garantía de seguridad para Ucrania que pase por meter a miembros de la OTAN en el juego. Lo que ha ofrecido es introducir una ley en la Constitución rusa que le impida volver a invadir al vecino. Para un consumado incumplidor de tratados internacionales, que el mantenimiento de la paz quede única y exclusivamente en sus manos en algo inaceptable no sólo para Kiev, sino para el resto de Europa. Hitler violó todos los acuerdos previos, de la misma forma que ha hecho Putin.
Otro logro del autócrata ruso es haber conseguido que el viejo continente haya sido excluido por completo de la mesa y su voz sea sólo un murmullo lejano. La UE es un actor sospechoso para Trump, no un viejo aliado, especialmente la presidenta Ursula von der Leyen. Por esa razón, ambos líderes se encontraron en Alaska de la misma forma que Roosevelt y Stalin se sentaron en Yalta en 1944, aunque al menos en Yalta estuvo presente Winston Churchill.
Desde que comenzó su sangrienta invasión, en la que las tropas de la Z han cometido todo el catálogo de crímenes de guerra que un ejército puede poner en marcha, Putin está usando la violencia bélica para conseguir el reconocimiento internacional de los territorios anexionados a la fuerza y limitar a la vez la soberanía de Ucrania y la legitimidad de su gobierno, como ya ha hecho en Moldavia o Georgia, países troceados por sus tanques.
John Bolton, ex consejero de Seguridad Nacional de EEUU en la primera legislatura de Trump, calificó la cita de Alaska como «una victoria estratégica para Putin» y advirtió que un «mal acuerdo para Ucrania es peor que ninguno». Otros políticos estadounidenses, como el congresista Brian Fitzpatrick, han advertido del paso en falso que supone darle este regalo a Putin: «Recompensarle por su invasión ilegal de Ucrania y su brutal genocidio en el país sería enviar el mensaje contrario al que debemos enviar a los dictadores y aspirantes a dictadores de todo el mundo. La paz mediante la fuerza significa defender las democracias contra los dictadores y la libertad contra la opresión. Nunca, jamás, debemos recompensar el mal comportamiento. Ni ahora ni nunca«.
Desde que comenzó este proceso negociador el pasado mes de enero, el autócrata ruso ha estado más pendiente de ganar tiempo que de comprometerse a ningún tipo de alto el fuego mientras ponía en marcha sus juegos mentales con Trump, algo que le ha valido un buen número de ultimátums por parte del presidente de EEUU, pero también que no haya cumplido ninguno. Putin ha movido la portería cada momento, ha contrarrestado todas las llamadas que Trump ha recibido por parte de los alarmados líderes europeos y ha sembrado una y otra vez las semillas de su narrativa en la rubia cabeza del estadounidense.
Putin quiere sentarse a negociar pero a la vez pretende que fracase el objetivo de una paz justa y duradera. Jamás esta paz podría ser justa, pero tampoco sería duradera porque de ser así, Kiev entraría en la UE, que reconstruiría un país cada vez más lejos de Rusia.
James Holland, uno de los historiadores más prestigiosos de la Segunda Guerra Mundial, analiza el papel de este Donald Trump: «Estamos ante un narcisista que cree tener siempre la razón, que no lee ni conoce la Historia, que cambia constantemente de opinión y que no respeta las instituciones, los precedentes ni las normas políticas. Esto es extremadamente peligroso, porque la democracia depende tanto de las normas y los precedentes como de los votos individuales».
Lo hablado en Alaska podría considerarse también «la paz de nuestro tiempo», porque no hay documentos que definan mejor el mundo que viene.
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