Helga Liné, los dramas infinitos de la gran dama del terror: «Me da mucha rabia que solo se me asocie al prototipo de mujer fría, distante, sofisticada…»

<p>Mantenía Edgar Allan Poe que la muerte de una mujer hermosa es incuestionablemente el tema más poético del mundo. A un lado el machismo lisérgico (llamémoslo así) de la declaración del autor de <i>Ligeia</i>, lo cierto es que ahí está Helga Liné para darle la razón. Estrangulada con su propio chal en <i>Mi querido asesino</i> (1972 ), colgada, degollada y, siglos más tarde (tras su obligada resurrección), apuñalada con una aguja de plata en <i>El Espanto surge de la tumba</i> (1973) o con los ojos en blanco, exangües, víctima de una hemorragia cerebral cuando la criatura del averno lee su mente en <i>Pánico en el Transiberiano </i>(1972), <strong>nadie ha muerto nunca tan bien,</strong> tantas veces y de forma tan elegante como ella, como Helga Liné, como la actriz digna sucesora de Eleonora, de Annabel Lee, de Berenice, de Morella… de las mujeres poéticas de Poe. Y ahí sigue. Perfectamente viva y perfectamente ella. <strong>Irrefutable a sus 94 años recién cumplidos, refugiada en su adorada Buenos Aires antes que en sus recuerdos.</strong></p>

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 Huida de la Alemania nazi, madre de un hijo desaparecido y una hija asesinada, la actriz más elegante que ha dado el género presume de una vida plena y dedicada a su oficio pese al pozo de las tragedias familiares que marcan su biografía  

Mantenía Edgar Allan Poe que la muerte de una mujer hermosa es incuestionablemente el tema más poético del mundo. A un lado el machismo lisérgico (llamémoslo así) de la declaración del autor de Ligeia, lo cierto es que ahí está Helga Liné para darle la razón. Estrangulada con su propio chal en Mi querido asesino (1972 ), colgada, degollada y, siglos más tarde (tras su obligada resurrección), apuñalada con una aguja de plata en El Espanto surge de la tumba (1973) o con los ojos en blanco, exangües, víctima de una hemorragia cerebral cuando la criatura del averno lee su mente en Pánico en el Transiberiano (1972), nadie ha muerto nunca tan bien, tantas veces y de forma tan elegante como ella, como Helga Liné, como la actriz digna sucesora de Eleonora, de Annabel Lee, de Berenice, de Morella… de las mujeres poéticas de Poe. Y ahí sigue. Perfectamente viva y perfectamente ella. Irrefutable a sus 94 años recién cumplidos, refugiada en su adorada Buenos Aires antes que en sus recuerdos.

«Sinceramente», comenta la actriz al teléfono, «me da mucha rabia que solo se me asocie al prototipo de mujer fría, distante, sofisticada… Siempre me contrataban para eso, cuando en verdad yo siempre he estado dispuesta a todo». El todo del que habla esta mujer nacida en Berlín en 1931 es literalmente todo. Su filmografía, con sus altos y sus bajos, se extiende por casi 150 títulos que incluyen, además de los citados arriba, la madre castradora en La ley del deseo de Almodóvar (1987), la mucho más divertida Toraya en Laberinto de pasiones (1982) del mismo Almodóvar, la condesa Olivia en El asesino de muñecas (1975) y hasta la mamá del desarrollismo turístico español y de Javi en Verano azul. Y sigue. No hace tanto viajó a Italia, a Carrara, para colaborar en un papel como echadora de cartas en Más allá del abismo, de Carmine Fornari. «Lo que siempre me ha apasionado es el trabajo en sí, el placer de dar vida a un personaje, sea el que sea y en las circunstancias que sean», afirma en lo más parecido a una declaración de vida y, apurando, hasta de muerte.

Cuenta Liné que su primera vocación no fue tanto el cine como el circo, sus volteretas y el placer por el riesgo. Sus primeros pasos como contorsionista, de hecho, la tienen ahora con la espalda «machacada». Si se le pregunta por la película con la que quisiera ser recordada, cita la más circense de todas, la primera. O casi. Fue Saltimbancos (1951), de Manuel Guimarães, la que la descubrió como actriz al mundo y ahí, en efecto, se contorsionaba en una acrobacia muy cerca de La Strada de Fellini. «La bofetada que me daba mi madre en la pantalla y mi reacción posterior negándome a obedecerla hizo que muchos se fijaran en mí», recuerda orgullosa. «En verdad», sigue, «todo empezó antes. Cuando llegamos a Portugal, mi madre se presentó a trabajar en, precisamente, un circo con la idea de convertirse en una de esas mujeres que se limitan a mover la mano para que pasen los artistas. Cuando la llamaron, yo, que era una niña, estaba en una esquina jugando mientras hacía sola mis ejercicios de gimnasia. Era muy chiquita. El tipo que estaba al cargo me señaló. Mi madre no entendía nada. «No, usted no, la niña», dijo el hombre. Fue la primera vez que me eligieron para un papel y, rápidamente, me pusieron a trabajar. Ganaba 100 escudos al día, que era un dineral».

A Portugal, Liné llegó en 1939. Lo hizo en compañía de su madre huyendo del horror nazi. Su padre, de ascendencia judía, se negó a dejar su vida en Alemania con la esperanza de que, cuando todo pasara, la familia volvería a reunirse. «No fue así y él acabó en un campo de concentración. Apenas le conocí», comenta sin dar más detalles. Aquella sería la primera de la serie de muertes por fuerza crueles y nada poéticas que la perseguirían durante toda la vida. «Tuve dos hijos y ninguno está ya conmigo. Mi hijo desapareció en España. Sin más. Le busqué con desesperación, pero la policía me dijo que como era ya mayor de edad no podía hacer nada. Y mi hija, casada con un diplomático, fue asesinada en Perú. Un día salió de casa para verse con una amiga, tomo el primer taxi que pasaba y lo siguiente es que apareció en el mar. Y cuando ya creía que nada peor podía pasar… Mi nieta murió con 41 años. Lo único que me queda es la hija de una prima que, para mí, es también mi nieta», recuerda y una fisura, oscura y honda, se adivina en una voz, de repente, rota.

Desde Portugal, y tras una breve escala en España donde se la vería al lado de la Durcal a las órdenes de Luis Lucia en Rocío de la Mancha (1963), la siguiente parada fue Italia, una Italia que vivía entonces los excesos de un cine explotation que no hacía ascos a nada: al spaghetti-western, al peplum, al giallo o al cine de piratas. Y ahí, en apenas seis años infatigables, Helga Liné aparecería en más de 30 películas entre las que destaca su primer contacto con el género de terror. En Horror (1963), de Alberto de Martino, vivió su primera muerte digna de Poe. «Siempre pensé que no debería haber vuelto a España. Si me llego a haber quedado en Italia, habría sido una estrella. Pero mi marido, del que estaba separada, falleció y no me quedó otra», dice sin dejarse molestar por más explicaciones.

Lo que encontró en España fue simplemente España. Que no es poco. Muchas de aquellas eran películas rodadas en doble versión; la europea con desnudo y la debidamente tapada para los castos ojos nacional-católicos. «También era la época del destape y todas enseñábamos los pechos», continúa Liné. ¿Y? «Pues eso, que leías el guion y si había que desnudarse te desnudabas. ¿Qué problema podía haber? Lo malo es cuando algunos directores intentaban sobrepasarse y querían ir un poco más allá. Un desnudo no admite improvisaciones. Lo que pone en el papel, es lo que haces. Nunca más», admite con ya mucha mano para la misma pregunta de siempre.

A la obra cumbre Pánico en el transiberiano (1972), de Eugenio Martín, al lado del «exquisito» Peter Cushing y del «antipatiquísimo» Christopher Lee, le siguieron la citada El espanto surge de la tumba (1972), de Carlos Aured; La saga de los Drácula y La orgía nocturna de los vampiros, las dos de 1973 y las dos de León Klimovsky; Las garras de Lorelei (1974), de Amando de Ossorio… «El mejor de todos para mí fue Paul Naschy. Él, Jacinto Molina, lo hacía todo. Escribía, dirigía, se maquillaba… Y luego tenía que aguantar el desprecio de todos. Recuerdo que, trabajando con Emma Cohen en una película de Naschy, ella se quejaba de la calidad de la producción. Emma no entendía lo que hacíamos por la sencilla razón de que ni se había molestado en leer el guion. A mí lo que me interesaba era trabajar. Recuerdo cuando en El espanto surge de la tumba tuve que morder un corazón crudo de un cerdo que imitaba al de un hombre… Terrible, qué asco, pero salió perfecto», dice.

«No hay belleza exquisita sin algo de extraño en las proporciones», se lee en el cuento Ligeia de Poe y se diría que la sentencia encaja a la perfección con Helga Liné, con su filmografía, con la tragedia que esconde una vida entera entre Alemania, Portugal, Italia, España y ahora Argentina. «Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos». Poe de nuevo. Helga siempre.

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